Después de una noche en la estación de servicio de La Esperanza (sanguche-de-milanga-con-mayonesa-fuera-de-la-heladera), llegamos a El Calafate, tierra de glaciares.
Visitamos un glaciar Perito Moreno imponente, con una atmósfera de inminente ruptura de su singular bloque de hielo.
Este inconmensurable río de hielo que baja por las montañas cubriendo una superficie equivalente a la ciudad de Buenos Aires expone -en su cara frontal de 5 km- 60 m verticales de hielo, y esconde otros 120 debajo del agua. El dique que formaba al toparse con tierra firme soportaba la presión de 10 m de diferencia de nivel de las aguas: en cualquier momento se derrumbaría.
Rumbo al Parque Nacional levantamos a Andrés, un bahiense que hacía dedo. Con él y sus compañeros internacionales de camping compartimos un asado esa noche. Pegamos especial onda con Richard, el «shanqui», un autodidacta de las lenguas que aprendió a hablar argentino internándose en la selva porteña durante un año.
Contentos con el buen andar de nuestra Gorda, al salir para el Chaltén le agregamos un limpia-inyectores al tanque. A los 100 km nos alegramos de ganar 10 km/h de velocidad: por primera vez en la historia alcanzábamos a fondo los 95 km/h. 🙂
Pasamos un par de días en el hermoso Chaltén, un pequeño pueblo emplazado en un valle, entre montañas, glaciares y lagos. Sol y buen clima nos acompañaron en nuestras caminatas. Soñado.
Sin embargo, nos invadía -ya desde Ushuaia- el deseo de subir la apuesta. Aunque el entorno era hermoso, necesitábamos algo más. Dejó de ser un delirio la idea de cruzar el charco (y no me refiero a tomar un Buquebus). El plan sería terminar el recorrido por la Patagonia en San Martín de los Andes y de ahí cruzar a Buenos Aires a principios de abril, para -a mediados de mayo- aterrizar en el viejo continente. Por qué no, retomar la vida en motorhome luego de este paréntesis internacional.
Un sutil cambio de planes.
Partíamos de Chaltén muy ilusionados con el trayecto por recorrer: la inhóspita ruta 40 entre el Chaltén y Esquel, y la belleza de los Andes de Esquel a San Martín.
Ahora sí. Abróchense los cinturones.
Tratar de arrancar a la Gorda fue inútil. Sólo respondía con ahogo y un denso humo blanco que empezaba a nublar nuestras ilusiones. Fueron necesarios 8 costosos intentos hasta que arrancó.
¿Será el limpia-inyectores? ¿Combustible sucio? ¿Fundimos el motor al exigirla a 95 por hora?
Temiendo lo peor nos lanzamos a la ruta.
Luego de 100 km de asfalto hasta Tres Lagos recorrimos los inesquivables 70 km de ripio hasta Gdor. Gregores. El peor ripio de la historia mundial: piedripio. Horas respirando una mezcla de humo y polvo nos dejaron con dolor de cabeza y ojos irritados.
El fucking polvo inundando la trafic
A la mañana siguiente, mover a la Gorda implicó otros 10 intentos de arranque y más humo blanco. Sabíamos que nos separaban de Perito Moreno, el próximo pueblo, unos nada despreciables 400 km.
Internados en las profundidades de la desértica ruta 40 comenzaron los espasmos de la Gorda. El humo blanco ahora entraba en el habitáculo y perturbaba nuestra respiración. El embrague parecía fallar. Nada parecía tener relación. Parecía haber más de un problema.
Estábamos aturdidos.
Cuando el humo blanco se hizo insoportable, paramos a un costado a ventilar la trafic y revisar el motor.
El desierto de Sahara, un poroto
Decidimos que haríamos una parada en Bajo Caracoles, no más que un paraje. Allí detuvimos nuestro andar, con las últimas bocanadas, para pensar…
Ajústense los cinturones.
Cuando quisimos darle arranque para acomodar la camioneta, el ruido a engranajes raspando nos heló la sangre. Revivimos aquellos días de diciembre, en Puerto San Julián, donde comenzaron los problemas serios, casualmente a estas latitudes pero en la ruta 3.
¿Otra vez se salen los bulones y se cae la caja? Pero, ¿y el humo blanco? ¿Y los espasmos?
Un mar de dudas en pleno desierto.
Sin señal de celular ni internet, el viaje estaba en caída libre.
La gente que se acercaba, vociferando expertos diagnósticos, nos aturdía sugiriendo que vendiéramos a la Gorda.
Neto, el que atendía el minúsculo hotel/restaurante/estación-de-servicio, nos prestó su teléfono de línea. Pedimos un remolque, que llegaría desde Caleta Olivia 7 hs después.
Intentando superar el aturdimiento, nos dispusimos a examinar a la Gorda.
Chequeé aceite de motor, caja y diferencial. Agregué al diferencial hasta que rebalsó. Era inútil. No era eso.
Luego de una hora de trabajo infructuoso debajo de la camioneta, mi mirada se cruzó con un bulón gentilmente apoyado sobre la parrilla de la trafic. De casualidad no se había perdido en el desierto que acabábamos de atravesar, como sí lo había hecho su compañero.
Efectivamente, faltaban los dos bulones del lado del conductor, de los cuatro que parecían sostener la caja.
Aunque la rosca fallaba, puse el único bulón encontrado. Con humo blanco, pero sin ruido a engranaje roto, arrancó. Nuestra caída libre parecía apenas amortiguarse. Cancelamos el remolque para no gastar el único mensual que cubre el seguro. Intuíamos que la situación podía tornarse más crítica y preferimos reservarlo.
Junto a Milla, el policía del pueblo, pasamos la tarde intentando que el bendito bulón ajustara. Aluminio, fastix, teflón. Nada funcionaba. Sabíamos que volvería a caerse. Un bulón flojo y otro faltante no serían suficientes para seguir viaje.
Al atardecer volvió el esperado gomero del pueblo, máxima autoridad en estos temas. El Portugués, un bonaerense sexagenario que había pasado la mitad de su vida en este pueblo, accedió con aires de superioridad a mirar la camioneta. Carentes de alternativa, y entre sonrisas forzadas, tuvimos que soportar sus lecciones de vida. Revolvimos durante horas baldes llenos de bulones. Ninguno servía. Mientras soldaba la mejor opción de bulón que encontramos, el Portugués desafío: «¿sos corajudo?». “¿Qué?”. “Pibe -insistió impaciente-, ¡¿sos corajudo o no?!” “Bueno, supongamos que sí” -le seguí el juego que ni imaginaba dónde terminaría. “¿Sabés lo que tenés que hacer? –sermoneó- A la noche te tirás abajo de la trafic que está ahí y le sacás los bulones.”
No bromeaba.
Estupefacto, luego de unos segundos decliné su propuesta. Todavía atónito, coloqué su injerto reemplazando el bulón que no ajustaba, le pagamos por los servicios prestados y nos fuimos de su taller. Nos sabíamos solos.
Pasamos la noche en el pueblo sin saber cómo amanecería la Gorda.
En el hotel/restaurante/estación-de-servicio intercambiamos asistencia informática por unas duchas calientes (y baño con bidé) que hacía tiempo no gozábamos. Un mega sándwich de milanesa y una cerveza compartida con camioneros distendieron las últimas horas de aquel día en Bajo Caracoles, un solitario paraje de la 40.
Siguiendo con lo que se transformaría en un hábito, el arranque matinal requirió varios ahogados intentos, rodeados del ya cotidiano humo blanco. Así, con más dudas que certezas, nos lanzamos una vez más a la ruta. Espasmos, poca velocidad y una caja que no sabíamos si llegaría sostenida al motor a Perito Moreno, lo más poblado que había en los próximos 200 km. Fuimos a ver directamente al mecánico que nos habían recomendado. El “Chaco” había conocido Perito Moreno hacía unos años en un viaje y había decidido cambiar la densidad del calor chaqueño por los fuertes vientos patagónicos. Entre mates y bizcochos, este corpulento y amable personaje nos ayudó a fijar el bulón de El Portugués (¡que había aguantado!) y agregó el faltante, completando así los 2 bulones por lado que parecían ser los anclajes de la caja al motor. Entre otros ajustes (cambio de arruinados filtros de combustible y aire), el día fue pasando entre visitas a pequeñas casas de repuestos, buloneras, ferreterías y estaciones de servicio. En eso oí un “Hey!”. Richard, el shanki… “¡¿qué hacés en Perito Moreno?!” -no pude evitar exclamar. Cenamos a la noche en su camping y quedamos en llevarlo hasta Esquel, nuestra próxima parada.
A las 8 de la mañana siguiente y con las dificultades ya conocidas para arrancar, retomamos la ruta, confiados de tener los 4 bulones que la caja exigía. Sólo nos quedaba resolver qué pasaba con el arranque y el humo blanco. Hicimos una parada técnica en Gobernador Costa, otro pequeño pueblo entre Chaltén y Esquel. (Momento: imaginen a qué nos referimos si llamamos “pequeño pueblo” a algo entre Chaltén y Esquel.)
Grrrrrrrrrr… Otra vez ruido a engranaje roto al arrancar. Habíamos perdido los 2 bulones problemáticos. N O – L O – P O D Í A M O S – C R E E R.
¿Mareados por el relato? Yo también.
Todo se derrumbaba de nuevo. Nos sentíamos en la película El Día de la Marmota, donde cada día repite el anterior en un loop tortuoso. Otra recorrida por el pueblo, otro taller, otra tarde entre historias de vida y anécdotas de mecánicos ajustando la fucking caja de La Gorda. Proliferaban las teorías sobre el humo blanco y el arranque casi imposible: desde “son los precalentadores” hasta “inyectores” y “motor jodido”. Una tarde especial, teniendo en cuenta que un yanqui cebaba mate mientras nos deleitaba con las cuerdas de su ukelele y sorprendía a todos en el taller. Situación poco habitual, si las hay. El taller, fundado por el abuelo y que hoy llevan adelante el hijo (Daniel) y el nieto (Pablo), de 21 años, que ajustaba con esmero nuevos bulones. Esta vez, pusimos más atención y descubrimos que los bulones debían ser 6 (2 a cada costado, y 2 arriba, inaccesibles) y que faltaban entonces 4. Pablo se puso las pilas y colocó los 6. La jornada terminó como terminan en estos casos: cenando con Richard en un restorancito de la terminal del pueblo y contemplando el cielo para descubrir estrellas nunca vistas y constelaciones mágicas. Hospedamos a Richard en La Gorda con la esperanza de lograr alcanzar Esquel al día siguiente.
Contra todos los pronósticos, y pese a un nuevo dificultoso arranque, los espasmos se fueron y llegamos a Esquel 🙂 con los bulones en su lugar. El humo que entraba en el habitáculo irritaba una vez más nuestros ojos. Sin embargo, estábamos optimistas. Una vez caliente, La Gorda era un violín, así que decidimos seguir hasta Bariloche para parar la pelota y ver cómo seguir. Ya iba quedando claro que intentaríamos volver a Buenos Aires ni bien La Gorda nos lo permitiera.
En El Bolsón nos despedimos de nuestro amigo
En una hermosa y poco poblada Bariloche pasamos 3 noches sopesando opciones, haciendo averiguaciones y… viendo mecánicos. Ya se imponía la moda de arrancar La Gorda cada menos de 6 horas y tapar el motor con cartones/diarios para evitar que se enfriara y complicara el arranque. Esto implicaba dormir 6 horas como máximo. No era ideal pero funcionaba. Arreglamos el caño de escape (un sonajero pinchado) que era el motivo del humo en el habitáculo. Ya respirábamos bien.
Cansados de recorrer mecánicos todo el día, y con más dudas que certezas, nos sentamos frente al lago a ver el atardecer sobre el Nahuel Huapi.
Belleza y dudas
Emocionados. Llenos de contradicciones entre las ganas de seguir y la inminente vuelta. Con lágrimas en los ojos, decidimos que era tiempo de cerrar esta etapa. Cambiamos el plan de visitar un mecánico al día siguiente para probar precalentadores, inyectores, etc. etc. “Anda. No la toquemos”, acordamos. Nos lanzaríamos temprano a ruta rumbo a Neuquén. El arranque dificultoso podría sortearse evitando que se enfriara. La mugre que levantó el limpia-inyectores (y suponíamos responsable de los espasmos) parecía haberse disipado y sólo debían estar dañados los precalentadores. Podríamos solucionarlo una vez en destino. La caja y sus bulones estaban en su lugar. Un optimismo tibio nos devolvía la esperanza.
El 8M llegamos con los 6 bulones a Plottier (Neuquén) a la casa de Lucho (Bossotto) y Romi. Nuestra suerte parecía mejorar. Pasamos 2 días entre asados, pileta y revisión de La Gorda con el sabio Lucho. Compartimos charlas y anécdotas con nuestros geniales anfitriones, que nos dieron una buena inyección de energía. El 10M, luego de desayunar y despedirnos, retomamos el camino. Sólo faltaban algo más de 1100 km. Pero debíamos atravesar la solitaria “Ruta del Desierto” entre 25 de Mayo y Gral. Acha: 300 km en línea recta por la pampa criolla. Pasamos la última noche en un YPF en la circunvalación de Santa Rosa, faltando sólo un tirón de 600 km a CABA.
El último día nos encomendamos a todo lo existente para que la Gorda no nos abandone: queríamos llegar. El punto clave era llegar a estar a menos de 300 km de Bs. As.: esa distancia era la que nos cubría el seguro si necesitábamos un remolque. Si nos excedíamos, deberíamos pagar $20 por km adicional… demasiado para nuestras intenciones.
Con la suerte de nuestro lado, llegamos sin inconvenientes después de 10 hs de ruta a la ciudad de la furia, los bocinazos y los grandes edificios, felices de reencontarnos con nuestros afectos, que nos reciben con los brazos abiertos.
Ya tenemos pasajes para el viejo continente: 3 meses entre couchsurfers (gente que hospeda de onda: couchsurfing.com), visitando las principales capitales de Europa y otros rincones. A pesar de la angustia bulonera, ya estamos pensando en cuál será la próxima ruta a recorrer con La Gorda.
¡Qué linda vida tenemos!